¡No hay nada en el mundo, ni el sol, ni la guerra
como los salvajes vientos de esta tierra!
Ni el acuchillado perfil de la sierra,
ni el rayo que vibra, ni el trueno que aterra,
ni el mismo relámpago que abre y se cierra
y el mar que en las playas se aferra…se aferra…
¡No hay nada en el mundo, ni el sol, ni la guerra
como los salvajes vientos de esta tierra¡
Aires ululantes que agitan pañuelos
de polvo en la fuga de los grandes vuelos,
pero que más suaves que los terciopelos
cuando se entrechocan de vagos anhelos
parece que entonces bajó de los cielos
y en una locura de mil ritornelos
se fueran bailando sin pisar los suelos
la vertiginosa danza de los velos.
Tropicales ráfagas que yo rememoro
porque a sus cien rubias trompetas en coro
les debo este gesto con que nunca imploro,
con que nunca tiemblo, con que nunca lloro…
Tropicales ráfagas que yo rememoro
cuando en las llanuras donde muge el toro
y el caballo alegra su clarín sonoro
se iban dando vueltas como trompos de oro.
¡No hay nada en el mundo, ni el sol, ni la guerra
como los salvajes vientos de esta tierra!
Casuhiras del monte, saltantes felinos
que arañan y trepan los árboles finos
y jugando al juego de los remolinos
-¡Oh, azul borrachera de goces divinos!-
suenan en las ramas, cantan en los pinos
y se van rodando tras los campesinos
que en las tardes vuelven por esos caminos
donde la carretera de bueyes cansinos
parece que llora como los molinos.
Pamperos violentos que en las madrugadas
del campo entreabrían las puertas cerradas
como a una nerviosa lucha de estocadas,
yo aprendí en vosotros mis rudas tonadas
y el ir por el mundo como las cascadas:
a saltos, impulsos, carreteras aladas
y no sé que angustia de cumbres sagradas
que me hace ser todo velas desplegadas
para las más hondas rutas ignoradas.
Ciclones marinos que inician un viaje
Que nunca se para sobre el mar salvaje.
Y pifian la fusta de un loco carruaje
que es la desbocada visión del paisaje.
Rompen las estatuas que esculpe el oleaje,
atacan los buques como al abordaje.
Y como en Esquilo dicen un lenguaje
que es más la tragedia de un alma salvaje.
¡No hay nada en el mundo, ni el sol, ni la guerra
como los ciclones del mar de esta tierra!
Mascaichas dramáticos de los temporales
en las sensitivas mañanas rurales
-¡olor a aguas vírgenes, a las selvas y maizales!-
¡Oh, vertiginosos sátiros joviales
que a las campesinas de senos frutales
tirábanles locos los leves percales
como si quisieran, ebrios y sensuales
llevarles rápido hasta los trigales…
Yo aún no me he olvidado que vengo de aquellas
ciudades con cumbre viril de epopeyas
bajo el parral de oro que hay en las estrellas.
¡Si aun siento en mi sangre palpitar las huellas
de aquellas salvajes y dulces doncellas
que a los españoles –danzas y centellas-
por ver a Atahualpa morir junto a ellas
les decían suaves como las estrellas
qué cosas tan tristes…qué cosas tan bellas…
Vientos, vientos, vientos de mi tierra, leones
que el polvo enmelena con sus algodones,
vámonos frenéticos por las poblaciones
de esta vieja América con sus tradiciones
que hacen de las gentes siervos y bufones.
Y arrollantes, trágicos, rompamos canciones
Que agiten como émbolos a los corazones,
refresquen las almas y alcen las pasiones
en las rojas lanzas de otras rebeliones.
¡No hay nada en el mundo, ni el sol, ni la guerra
como los salvajes vientos de esta tierra
Juan Parra del Riego
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